Los navegantes de siglos pasados, se encontraban con sorpresas poco agradables en medio del mar. Por ejemplo, las naves que hacían la larga travesía de Europa a las Indias Occidentales a través del Atlántico, debían pasar por un zona de extrema calma, sin vientos y rodeada de silencio. Ni siquiera una suave brisa ayudaba a inflar los velámenes.
Esa zona se la conocía como “los cuarenta rugientes” y estaba ubicada entre los 30 y 35 grados latitud norte de la línea trazada entre las Islas Canarias y la costa de Florida. Los marinos observaban cómo el velamen de sus barcos permanecía inmóvil, los mástiles crujían y la nave avanzaba tan lentamente por la ausencia de vientos, que más de un capitán debía calmar los ánimos de sus hombres. Los hombres llamaban a esta región “la latitud de los caballos” y eso tenía una razón.
Pensando en el dinero que se perdía por tan molesta situación y ausencia de vientos, el capitán se irritaba y la tripulación temía quedarse sin agua dulce, pero todos sabían que los cuerpos de los caballos que veían flotar en el mar, obedecía a una explicación.
Durante el tiempo de la colonización, se llevaban en los barcos, gran cantidad de caballos hacia Occidente. El animal no era conocido en América y se convirtió en un importante medio de temor y conquista. Sin embargo, cuando la falta de vientos detenía el viaje y las provisiones escaseaban, los caballos eran arrojados por la borda al solo efecto de ahorrar alimento. Según la leyenda, esto sucedía tan a menudo que los barcos se topaban con verdaderos cementerios de animales que habían sido arrojados por otras naves que los precedían por horas.